Con la inauguración de la primera gran Exposición Universal. Celebrada en Londres en 1851, se despierta el sentido propagandístico de la industria. Hasta finales de siglo, la capital inglesa disputará con París la hegemonía en este campo, alternando una y otra capital las sucesivas exposiciones de los años 1851. 1862. 1871, 1874 (Londres) y 1855, 1867, 1878, 1889, 1900 (París).
La presencia del producto ya no es el elemento principal apercibir, sino que a menudo lo es la máquina o incluso el lugar donde se fabrica. El héroe de esta nueva mitología -el industrial burgués- bajo cuya audaz gestión se producen y distribuyen toda suerte de objetos de consumo, accede a la presidencia de las abigarradas composiciones gráficas de anuncios, carteles y etiquetas comerciales (que a menudo rubrica), supliendo en ocasiones la efigie de la propia Reina -ínclito aglutinado de esa transformación industrial- al escudo del Imperio Británico o a motivos exóticos orientales, testimonios visibles de la colonización de la India y gran parte de Extremo Oriente.
La gráfica victoriana recicla también -¡cómo no!- la trascendencia de esas exposiciones universales como argumento testimonial de la excelencia de aquellos productos que han conquistado alguno de los grandes premios concedidos en tales manifestaciones. Los trofeos conmemorativos, generalmente representados en forma de medallas, son orgullosamente exhibidos en las etiquetas e impresos comerciales como garantía de calidad.
Con la incorporación del color esa exuberante icono grafía traduce la vitalidad, el paternalismo y la auto-satisfacción con que la burguesía industrial del XIX se lanzaba a la aventura de la producción y distribución de bienes de consumo.
La publicidad directa y el diseño gráfico son los vehículos e instrumentos propagadores y embellecedores, respectivamente, de una estrategia que ya empezaba a perfilarse con todas sus posteriores e inusitadas consecuencias.
La novedad en el uso de la figura femenina como elemento simbólico de atracción en ese incipiente proceso de consumo se distingue en Inglaterra con unas características propias. La potencialmente de los aspectos eróticos que se hace contemporáneamente en Francia no influye en absoluto la publicidad inglesa y americana hasta el cambio de siglo, más allá de la desaparición física de la Reina Victoria. Tras sesenta y cuatro años de venerado reinado, la figura femenina es tratada por sus súbditos con el respeto que la condición a la que pertenece el símbolo humano de su poderoso Imperio inspira y exige.
Tal vez se deba a esa respetuosa actitud, el caso es que la publicidad inglesa se caracteriza, en general, por un notable grado de dignidad, tanto en sus contenidos como en sus formas. Claro que no hay que olvidar que en Inglaterra el Estado es, con mucho, la primera empresa anunciadora del país y la sobriedad de sus campañas informativas marca la pauta para una publicidad privada que conserva, desde entonces, una confortable consideración hacia el público al cual se dirige.
La circunstancia de que la disputa por el abierto dominio de los sistemas de producción -auténtico objetivo de la guerra de liberación contra Inglaterra- fuera saldada sin visible y generalizado traumatismo permitió que las técnicas publicitarias siguieran con gran naturalidad -y con evidente mimetismo- el estilo victoriano imperante. procedente de la cultura visual importada y heredada de la antigua metrópoli. La poderosa nación recientemente independiente (1776) se perfila ya como un gigante económico que contará, antes de concluir el siglo XIX. con algunos de los mayores monopolios del mundo: el de las industrias del petróleo, con Rockefeller, el de las del acero, con Carnegie, y el de los refrescos carbónicos, con la Coca-Cola de J. s. Pemberton.
Aunque la publicidad comercial, por lo que concierne a los primeros carteles, se manifiesta fundamentalmente en las ciudades más anglófilas (Boston, Filadelfia, Nueva York), algunas técnicas de venta verdaderamente nuevas se desmarcan claramente de actitudes milimétricas inglesas, como las implantadas por A. T. Stewart en 1825 (erradicando el regateo y aplicando en su lugar una honesta política comercial de precios fijos), las de R. H. Macy (al rebajar el precio de sus artículos previo el pago en metálico, contra el criterio generalizado de conceder amplios créditos a los clientes, con lo cual la contrapartida era el aumento de los precios y la in-movilización del capital) o la implantación de la venta por correo, en la que los almacenes Sears, Roebuck and Company ya utilizaron, a finales del siglo XIX, el eslogan habitual de nuestros días: "Satisfacción garantizada o devolvemos su dinero".
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